domingo, 21 de marzo de 2010

"BANDERA ROJA. HISTORIA POLÍTICA Y CULTURAL DEL COMUNISMO"

David Priestland analiza las claves de 'Bandera roja', monumental historia política y cultural del comunismo llamada a convertirse en un clásico sobre las luces y sombras del movimiento rojo

Paradojas históricas. En 1789, una multitud arrebatada tomó la Bastilla parisina. Doscientos años después, en 1989, manifestantes alemanes jubilosos tiraron abajo el Muro de Berlín. Lo que ocurrió entre medias se llama historia del comunismo.

"Dos siglos después de que el pueblo de París asaltara con éxito un símbolo del poder autoritario, volvía a surgir la revolución, aunque en esta ocasión no tuviera como objetivo demoler los bastiones tradicionales de la riqueza y los privilegios aristocráticos, sino estados supuestamente comprometidos con la causa de los pobres y los oprimidos", explica el historiador británico David Priestland en el antológico ensayo Bandera roja (Crítica), que se publica el miércoles.

La compleja historia del comunismo está repleta de contradicciones, pero los esfuerzos por entenderla "se han visto obstaculizados por el carácter altamente politizado de la literatura al respecto", dice Priestland con la seguridad que da haber escrito una obra de referencia que, para colmo, llega en buen momento. "La actual crisis financiera ha demostrado que el orden económico posterior a 1989 no ha conseguido crear una prosperidad estable. Por tanto, la historia del comunismo parece más relevante para las preocupaciones de hoy día que en 1990", razona.

En efecto, en las últimas dos décadas "se impuso la idea de que el libre mercado era el orden natural de las cosas" y "se tendió a ver el comunismo como una extraña aberración creada por un pequeño grupo de extremistas explica Priestland a Público. Pero esta visión ignora las condiciones de extrema desigualdad y conflictividad social que propiciaron su ascenso, y el amplio apoyo disfrutado por algunos (no todos) de sus regímenes".

El relato de Priestland comienza con la Revolución Francesa. Ni antes ni después. "La idea comunista se encuentra ya en Platón o en los cristianos primitivos. Pero la Revolución Francesa es el mejor punto de arranque. Los jacobinos de Robespierre, aunque no se opusieron a la propiedad privada, intentaron construir un Estado fuerte y desplegaron políticas populistas igualitarias. Y el primer activista comunista revolucionario moderno, François-Noël Babeuf, fue un jacobino radical", razona.

Sí, revolucionarios filocomunistas con ganas de liarla no faltaron a principios del siglo XIX (Owen, Fourier), pero aún no había aparecido el hombre que proporcionara el armazón teórico a la nueva doctrina. Y en eso llegó Karl Marx. "Mostró el auténtico poder de una forma de socialismo que combinaba la rebelión con la razón y la modernidad", dice Priestland.

La obra del alemán, que basculaba entre el idealismo proletario (Manifiesto Comunista, 1848) y el rigor analítico de sus estudios sobre la economía política (El capital, 1867), era lo suficientemente amplia como para suscitar un alud de lecturas. "Lenin interpretó a Marx de un modo elitista y tecnocrático, lo que contribuyó a darle unos rasgos poco atractivos a los estados comunistas. Pero su teoría de un partido a la vanguardia del proceso fue crucial para el éxito del comunismo en los países en vías de desarrollo, donde fue vista como una herramienta modernizadora extremadamente útil".

El movimiento se extendió, pero pronto salió a la luz su personalidad bipolar: el comunista era bombero tecnócrata de día, revolucionario incendiario de noche. "Los marxistas-leninistas querían hacer la revolución y, al mismo tiempo, construir un Estado moderno de economía planificada, pero inevitablemente tuvieron problemas para conciliar ambas cosas. Cada forma tenía sus pros y sus contras. La planificación requería un sistema tecnocrático muy jerarquizado y dirigido por expertos (eficaz, pero gris y aburrido). Mientras que las políticas revolucionarias fueron útiles en periodos de guerra, pero también extremadamente violentas y desestabilizadoras", cuenta el historiador antes de poner nombres a las dos almas del comunismo:

"Algunos líderes marxistas-leninistas Lenin y Deng Xiaoping, por ejemplo enfatizaron el lado tecnocrático del marxismo; otros creían en algo que podría denominarse un punto de vista más romántico: la idea de que una heroica movilización casi bélica de masas podría servir para alcanzar un extraordinario salto adelante económico. Las políticas maoístas son el mejor ejemplo de este tipo de romanticismo militarista marxista-leninista, aunque Stalin también adoptó estas estrategias a ratos", explica a este periódico.

Lo que nos lleva de cabeza al mal rollo. Dice Priestland que el comunismo inspiró tanto idealismo en ciertos momentos del siglo XX porque "buscaba alcanzar tanto la modernidad como la igualdad total, algo especialmente atrayente en una época en la que las élites aristocráticas y empresariales podían ser reaccionarias y profundamente jerárquicas.

En esas condiciones no es ninguna sorpresa que muchos vieran en él una alternativa atractiva al capitalismo. Pero la violencia perpetrada por muchos regímenes minó su atractivo moral".

Pocos dudan hoy de que los métodos del padrecito Stalin no tendrían sitio en una historia de la ética. "El Gran Terror de 1936-38 fue un intento de erradicar todo aquello que creía que podía oponerse al régimen (o simplemente que mostrara falta de entusiasmo), a través de purgas y asesinatos en masa", cuenta. Paradójicamente, los tanques nazis salvaron a los pobres rusos. "Stalin detuvo el terror cuando amenazó con írsele de las manos y comenzó a afectar a los preparativos bélicos. Aunque no renunció a la conformidad ideológica después de la guerra y siguió persiguiendo a determinados grupos, la represión pasó a ser más limitada. Tras su muerte, los líderes soviéticos no volvieron a usar el terror de masas", recuerda.

Curiosamente, Priestland también incluye a Gorbachov en la lista de marxistas románticos, aunque el padre de la Perestroika, cual muñeca rusa, escondía muchas identidades en su interior. "Sus ideas eran una confusa mezcla de marxismo, social democracia y liberalismo. Primero adoptó una visión romántica marxista: pensaba que podía revivir la economía sin contar con el mercado apelando al compromiso colectivo del pueblo y su entusiasmo por el trabajo aunque renunció a aplicar la violencia de otros románticos.

Cuando eso falló, giró hacia un enfoque más orientado al mercado. Pero nunca encontró el modo de combinar planificación y mercado, y comenzó a desmantelar el sistema planificado antes de que el mercado ocupara su lugar". Lo que no quiere decir que el futuro premio Nobel de la Paz supiera lo que hacía. "El régimen soviético colapsó porque Gorbachov, consciente de sus defectos y de su incapacidad para competir con Occidente, intentó reformarlo. Y al hacerlo, lo destruyó sin querer", dice Priestland.

El autor defiende la tesis de que el planeta rojo no se desmoronó debido a la presión popular, sino a las maniobras de un sector de la elite del partido: "No es que no hubiera una gran insatisfacción, especialmente entre los trabajadores de cuello blanco, pero era más fuerte en los satélites que en la URSS. La mayoría de los regímenes neutralizaron a la oposición eficazmente con una mezcla de represión y concesiones económicas. La principal excepción fue Polonia, donde todos los grupos sociales se unieron contra el régimen con la ayuda de la Iglesia".

Lo que nos lleva a una de las tesis favoritas del neoliberalismo: Reagan, Thatcher y Juan Pablo II acabaron con el comunismo. El escritor no lo ve claro. "Las políticas de Reagan pusieron bajo presión al comunismo, pero afectaron más a los regímenes de los países en vías de desarrollo, a través de la contrainsurgencia militar, que al mandato soviético sobre Europa del Este. Más bien podría decirse que la presión reforzó a la línea dura dentro del Kremlin, y que las políticas más suaves de Reagan durante su segundo mandato fueron más efectivas. Es cierto que el Papa minó el mando soviético en Polonia, pero también que este país no fue decisivo para la caída del comunismo".

La derrota de la URSS fue interpretada como la prueba del fiasco del proyecto progresista. El mercado sin barreras es la solución a todos los problemas, concluyeron los neoliberales a coro. Una moraleja que ha perdido fuerza. "La caída del comunismo contribuyó al triunfo de las ideas neoliberales que han reinado en Occidente. El comunismo fue un ejemplo extremo de poder estatal y hostilidad hacia los mercados. Pero sus fallos no desacreditabana la izquierda en su conjunto. Ahora que vemos el daño hecho por los fundamentalistas del mercado, quedan más claras las malinterpretaciones que se hicieron en 1989", zanja.

Fuente: Público

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